Confesión de un País Ficticio - Pablo Ferro

Confesión de un País Ficticio - Pablo Ferro

En un remoto rincón del Cono Sur -que algunos ingenuos llaman  Argentina- se repite con cierta fe de sacristía la invocación mágica de intervención externa.

No es novedosa la idea de que el orden, como la poesía, deba importarse en barco, avión o tuit, y menos aún que sólo sea pronunciable en idioma foráneo.

Hace unos días, un diputado santacruceño, Garrido, elevó su valiente voz al pedir la intervención federal del Poder Judicial de la provincia.

El gesto, más que un acto político, parece un espejo: la confesión tácita de que nada se puede gobernar sin una mano que venga de afuera, sin un adulto que recoja los juguetes rotos de una república fatigada. Por no decir quebrada, en todo el amplio espectro de la palabra.

El pedido, revestido de legalidad y de protocolo, no es sino la confesión de una fortísima impotencia, que, por principio de revelación muestra la incapacidad de producir el orden mínimo que permita ejercer la república y garantizar seguridad jurídica.

Es la paradoja de reclamar soberanía delegándola; la ironía de conjurar la república pidiendo tutela. La historia universal -esa vasta biblioteca de espejos- enseña que ninguna intervención es inocente: detrás de cada bandera que promete orden, hay un mercado que celebra la confusión, porque el caos, como la literatura fantástica, es un negocio próspero y bien narrado, y para ciertas minorías incluso el más cómodo de los mundos.

Los argentinos, según parece, habrían encontrado un nuevo oráculo: no el Martín Fierro ni la Constitución de 1853, sino un tuit de Bessent o una reunión de Milei con Trump.

El realismo periférico de Escudé -esa doctrina que nos invita a abrazar la subordinación como intervalo lúcido- cobra renovada actualidad.

La gobernabilidad se convierte en un arte de ventriloquía: la voz está lejos, la boca se mueve aquí. Es un orden con todo el prestigio de lo importado: la periferia que se auto percibe cordero mientras ejerce de lobo.

En ese teatro tripolar (Estados Unidos, China, Rusia, y acaso la India como cuarta voz del ágora geopolítica), Argentina se debate entre dos liturgias igualmente externas: Milei buscando redención en Washington y Kicillof proponiendo la ruta de la seda como salvación penúltima.

El país, quebrado y febril, oscila entre dos altares globales sin detenerse a erigir el propio. El realismo periférico, entonces, no es ya teoría: es el nombre de la dependencia berreta. Made in USA, Made in China. 中国制造, para ser más precisos.

Quizá la encrucijada no sea política sino metafísica: un país que existe sólo cuando otro lo sueña, una nación cuya gobernabilidad depende de la vigilia de un banquero neoyorquino o de la sonrisa de un mandarín en Pekín.

Tal vez -y esta sea la ironía final- Argentina no sea un Estado fallido, sino un Estado ficticio, sostenido en la fe de sus habitantes.

Un mundo quizá conjurado por el azar, por un pacto de desdicha, o por un destino que especula con el caos, siempre contra las cuerdas.