Porto, el dulce néctar - Por Leo Saracho

Porto, el dulce néctar - Por Leo Saracho

 

 

 

 

 

 

Por Leo Saracho

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Hace poco visitamos las ciudades de Porto y Vila Nova de Gaia, separadas por el famoso río Douro (o Duero). Se puede pasar de una a otra por sus hermosos puentes; nosotros, los turistas, usamos el Ponte de Dom Luís I, una majestuosa estructura metálica de arcos imponentes, construida por Théophile Seyrig, discípulo de Gustave Eiffel.

Recorrer sus calles requiere cierto esfuerzo: muchas tienen inclinaciones pronunciadas; por suerte, el transporte público funciona de maravilla y facilita la visita.

Caminarla, sin embargo, tiene sus ventajas: se aprecia su preciosa arquitectura, grandes iglesias, museos, calles empedradas y arte en casi todas partes, sobre todo en las fachadas que lucen los maravillosos azulejos introducidos por los árabes en el siglo XV.

Es fundamental combinar el viaje entre las visitas a esos lugares y la gastronomía. En esta parte de Europa, la comida y la bebida son una obligación.
Más allá de sus vinos —de los que hablaré más adelante— se destacan los pescados, algunas delicatessen dulces y sus enlatados, algo que está muy de moda y que merece un artículo aparte.

Entre sus platos, hay uno muy famoso que se sirve en casi todos los restaurantes o bares: la Francesinha. Es de lo más icónico de la ciudad: un sándwich contundente de pan de molde, fiambre, salchicha, carne de vacuno y queso fundido, cubierto con una salsa picante a base de tomate, cerveza y vino de Porto, acompañado de papas fritas.

Comerlo es como recibir una piña de Conor McGregor: contundente y bestial. No hay vino que lo baje, pero hay que probarlo.

Claro que el Bacalhau (bacalao), el Polvo (pulpo), la Sardinha (sardina), el Robalo (lubina) y la Dourada (dorada) son las princesas de esta gastronomía.
Y para mí, el Rodovalho (rodaballo) es la reina, sin lugar a dudas.

Para probar estas delicias del mar fuimos hasta el Mercado Municipal de Matosinhos, donde la gente local hace sus compras.

Lo que abunda allí es limpieza, pequeños restaurantes, puestos de todo tipo y muchos gritos (para llamar la atención de los vecinos que, con ojo crítico, evalúan cada materia prima como si lo hiciera el mismo Ferran Adrià).

Elegimos uno de esos lugares y nos encontramos con algo muy particular: te sentás, y en el menú aparecen las salsas, acompañamientos y formas de cocción; pero el producto principal lo tenés que ir a buscar vos mismo a alguno de los puestos, al que más te guste.

Es decir: elegís, pagás, y la misma persona que te lo vende lo lleva al restaurante. ¡Maravilloso! Nos dimos una panzada con ostras, rodaballo y un vino rosado local difícil de creer.

Pero esto es solo una parte, porque lo más importante —y el motivo del viaje— era conocer esas bodegas con tantos años de historia, que elaboran algunos de los vinos más ricos y complejos del mundo.

Visitamos tres: Graham’s, Niepoort y Taylor’s, emblemas del vino fortificado si los hay. Cada una, con su propio manual, produce un elixir dulce a base de uvas tintas que, estoy seguro, sería el preferido del mismísimo Dioniso.

Graham’s, bodega prolija, ordenada y grande, igual que sus vinos; una visita obligada para introducirse en este mundo. El paseo está guiado por personal muy experimentado, que despeja cualquier duda. Relatan la historia y el proceso con una pasión admirable.

Es una visita muy interactiva: las barricas llenas de tan preciado líquido están tan cerca que por momentos uno cae en la fantasía de beber directamente de allí y descubrir qué está ocurriendo dentro.

Luego de una hora de paseo y aprendizaje, entramos en una sala sutilmente decorada que parece la oficina de un primer ministro, pero allí no se toman grandes decisiones: se disfrutan grandes resultados.

Probamos seis vinos diferentes: Vintage Port 1994, Vintage Port 2000, Vintage Port 2016, Tawny Single Harvest 1997, Tawny 30 años y Tawny 40 años.
Cualquier descripción que haga se queda corta; lo resumo así: una verdadera fiesta; poder tener frente a nosotros esas maravillas fue una locura.

Taylor’s, similar a la anterior pero más moderna, propone un recorrido autoguiado con audioguía perfectamente explicada. La ventaja es que, si te queda alguna duda, podés retroceder y volver a escuchar, fijando los conceptos.

Hora y media de paseo que se siente como pocos minutos, atravesando pasillos con toneles gigantes y observando barricas firmadas por personajes históricos como Winston Churchill o el mismísimo Carlos Saúl —sí, él también lo hizo.

Como es costumbre, al final siempre hay una luz, y en este caso era la de una sala con tres botellas: un Tawny 10 años, un Late Bottled Vintage 2020 (LBV) y un sorprendente blanco fortificado. Con los paladares ya entrenados, el disfrute fue aún más placentero.

Aquí voy a pecar de vanidad, ya que fue una invitación -lo digo con orgullo- gracias a mi trabajo como sommelier en Barcelona. Nos esperaba Niepoort, fundada en 1842 por una familia holandesa que hoy va por su quinta generación, dirigida por Dirk Niepoort.
Pionera en modernizar la imagen del vino de Oporto y en producir vinos tranquilos (no fortificados) de altísima calidad bajo la D.O.C. Douro, de lo más distinto que vi: acá no hay pulcritud, las telarañas dominan las grandes cavas donde reposan cientos de litros de vino dulce; botellas viejas y quietas por décadas, acomodadas por alguien que quizás trabajó allí hace un siglo.

El piso es de tierra, humedecido a mano, como si Doña Rosa regara sus plantas.
Pasillos largos como las historias que cuenta nuestro joven y parco guía, que a la vez es acomodador, limpiador, guía de cata y encargado de preparar los pedidos que alguien realizo en alguna parte del mundo. Todo hecho por la misma persona. Eso se llama pasión.

Tras escuchar sobre más de 180 años de historia, nos adentramos en un gran sótano custodiado por una armadura que parece haber sido utilizada por algún caballero medieval.

Y fue en ese momento que empezó la magia: se descorchaban botellas y salían genios que parecían saber nuestros deseos: vinos blancos, rosados, tintos, dulces y fortificados, de Portugal y Alemania: había de todo. Era Disney para un sommelier.

Los sentidos estaban más atentos que nunca; la paleta de aromas y sabores, inmensa. Una de las mejores degustaciones de mi vida.

Porto y Vila Nova de Gaia tienen mucho para ofrecer. Son completas en experiencias gastronómicas, pero también me hice tiempo para visitar algunos de los bares premiados, donde encontré coctelería bien ejecutada, bartenders amables y sabios, y el uso de su producto estrella: el vino de Porto. Eso ya asegura coctelería de lujo.

Una experiencia hermosa en una ciudad que hacía tiempo queríamos conocer. Teníamos mucha información sobre ella y sabíamos que nos iba a encantar, pero la realidad superó la expectativa.

Habrá otro viaje, seguro. Salud.