Postales del fin de un tiempo ¿Nada volverá a ser cómo fue?

Por años, El Calafate cultivó la imagen perfecta: la ciudad del glaciar, el epicentro turístico de Santa Cruz, la “Anillaco patagónica” que vivía de la afluencia constante de fondos nacionales y de la obra pública…y del turismo.
Sin embargo, en los últimos meses desde las tapas de este periódico, en los portales Señal Calafate y Ahora Calafate se ha retratado un cuadro inquietante donde el incremento de la violencia material, física o verbal cobró ribetes inusitados.
Quema de vehículos en plena calle, un concejal y un vecino enredados a los golpes, otros que terminaron acuchillándose, un joven atacado en grupo en la plaza céntrica y un rosario de incidentes que ya no sorprenden.
Lo que antes eran episodios excepcionales hoy se repiten con una frecuencia que erosiona la percepción de seguridad y normaliza la violencia en el espacio público.
Este clima no es un relámpago aislado: es la tormenta que sobreviene cuando un modelo económico toca techo.
La matriz monoproductiva basada en servicios turísticos —diseñada para grandes jugadores— ha reducido sus márgenes de rentabilidad, y la marea de visitantes ya no alcanza para sostener a todos.
La ciudad dejó de ser lo que era o va camino a ello a pasos acelerados: la plata de Nación no fluye como antes, la obra pública —con sus luces y sombras, sus opacidades y sus oportunidades— se detuvo, las represas permanecen inmóviles, y centenares de trabajadores se encuentran desocupados.
En ocasiones parte de esa mano de obra ociosa, deriva hacia el delito como forma alternativa de subsistencia, en otros casos directamente viven de ello, y el tejido social se deshilacha bajo la tensión de un cauce político adormecido o ausente, que redunda en anomia.
En la mitología griega, Cronos devoraba a sus hijos para impedir que lo destronaran. En El Calafate, el dios del tiempo parece haber cobrado su tributo: la prosperidad devora su propia descendencia cuando la base que la sostiene es estrecha y frágil.
La violencia, entonces, no es solo un síntoma de conflictividad barrial, sino la expresión visible de un sistema que, sin renovación, se consume a sí mismo.
Lo que alguna vez fue promesa de desarrollo se ha convertido en un escenario donde el turismo convive con la precariedad, y la postal perfecta se resquebraja por los bordes.
No hay, por ahora, piloto para esta tormenta. Las tensiones sociales siguen acumulándose, y la sensación de orfandad política y económica se multiplica, excepto durante la campaña política donde florecen las posibles soluciones que pocas veces llegan.
El riesgo es que la violencia deje de ser noticia para convertirse en paisaje. Y, como enseña la tragedia griega, cuando los dioses callan y los héroes no llegan, las ciudades se enfrentan solas a sus monstruos.
En El Calafate, el monstruo ya no es mítico: camina por las calles, quema autos, golpea y acuchilla a sus vecinos. Somos testigos del fin de un tiempo. Y también las primeras víctimas.
Pablo Ferro
Fernando Goyanes
(Crédito foto Señal Calafate)
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